La infamia
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cascarita | Publicado el 03-02-2008 18:02:31 |
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"La infamia" es el título de un reportaje que acabo de leer, publicado por El País, en el que se muestra la campaña de acoso sufrida por los médicos de Urgencias del hospital público de Leganés por el caso de las sedaciones a enfermos terminales. A mi parecer, una muestra más del fundamentalismo que invade la política de Madrid. El artículo que quería traer aquí es el que precede a La Infamia. En él se narra como Josefina Reverte consigió una muerte digna a manos de sus hijos. Una historia conmovedora que los hijos de Josefina han decidido hacer pública en apoyo de los médicos del hospital de Leganés. Al leer los dos artículos, esta tarde, he vuelto a recordar algo saben todos los que estudian cómo cambiar actitudes: un sólo caso, un ejemplo real, tiene mayor poder persuasor que una cifra, que la estadística. Y de nuevo me ronda la idea de que la visibilidad se convierte en una obigación moral para todas aquellas que queremos ver como este mundo cambia. Cada una de nosotras tiene el poder de actuar como "caso único", como modelo que favorezca el cambio para todas las demás. Bueno, la historia de Josefina: Una muerte dignaSe sentó a su lado, le tomó la mano, le dijo unas palabras de despedida, la besó de nuevo. Luego inyectó en el suero las dosis del combinado que harían de su muerte un tránsito indoloro y dulce. Y se quedó a esperar.JORGE M. REVERTE 03/02/2008 Al doctor Luis Montes y sus compañerosJosefina Reverte era una mujer guapa, madre de seis hijos, cariñosa y de derechas, que tenía 75 años cuando, en la clínica de la Concepción de Madrid, le diagnosticaron un cáncer de mama tan avanzado que ya no tenía remedio. Se habían perdido seis preciosos meses para que aquello pudiera ser tratado con alguna posibilidad de éxito. Un médico de una mutua privada le había dicho que tenía una erisipela, y se afanó en curarle de esa afección que había identificado sin realizar una mamografía. Le quedaban tres meses de vida. Los hijos hicieron hincapié en que Josefina sufriera lo menos posible Josefina le oprimió el brazo con la mano. Y le miró de una manera que no dejaba lugar a la duda A Josefina no le dijeron que su pronóstico era fatal. Tan sólo le hablaron de la grave enfermedad y de que tenía que ser tratada con quimioterapia y radiología. Su hija Isabel, que la acompañaba, fue quien recibió la noticia en toda su crudeza. De aquel hospital, los hijos, que tenían amigos médicos que se lo recomendaron, la llevaron a la unidad del dolor de otro hospital madrileño, el Gregorio Marañón. El director del servicio fue más preciso, cuando estudió la historia clínica, para hacer su pronóstico: le quedaban tres meses de vida. Los hijos hicieron hincapié en que a Josefina la trataran de forma que sufriera lo menos posible. Y el médico se lo aseguró. La paciente recibiría un tratamiento ambulatorio que daría, en las posibilidades de la ciencia médica, una protección frente al dolor y una mínima calidad de vida. Las semanas pasaron y la enfermedad fue avanzando de la manera exacta a como había sido previsto por el médico. No es preciso describir sus manifestaciones en forma de úlceras y otros espantos. Ni los estragos, perceptibles día a día, que el cáncer provoca en quien lo sufre. El tiempo galopó para todos. Josefina siguió con disciplina el tratamiento paliativo que todos sus hijos suponían que ella pensaba que podía ser curativo. Llevaba la situación con un humor que parecía insensato, y su chiste favorito de aquella época era uno en el que una mujer acude al médico y le dice: -Entonces, doctor, dice usted que Géminis. -No señora, cáncer, cáncer. Lo que provocaba una nerviosa hilaridad general entre sus vástagos, que seguían pensando que ella era ajena al poco tiempo que le quedaba. La última vez que contó el chiste coincidió con una situación insólita: todos sus hijos, los seis, acompañados por alguna nuera, habían coincidido en torno a su lecho, que era, esta vez sin ninguna literatura, de dolor. Aquella reunión multitudinaria la hacía tan feliz que quiso demostrar su buen humor con una extravagante petición: -Quiero un gin-tonic. Y la moribunda se calzó, con aire festivo y la ceremonia obligada que debe escoltar a un buen trago largo, su dosis, acompañada de todos sus directos descendientes, en un ambiente de risas francas y mimos desbordados. No le faltó algún comentario sobre la forma mejor de construir el cóctel y varios recuerdos sobre antiguas visitas a ese lugar de perdición que era el Chicote de la posguerra, adonde iba de cuando en cuando acompañada, eso sí, por su marido y otras parejas de amigos tan jóvenes y mundanos como ellos. Al acabar la reunión, uno de los hijos, sin que nadie más que ella supiera el porqué de la elección, se tuvo que quedar para recibir una confidencia de Josefina que reventó en sus oídos como un bombazo: ella era consciente de que iba a morir pronto y no se sentía con fuerzas para acudir más veces al hospital a recibir sus periódicas dosis de morfina y engaño piadoso. Pero a la revelación salvaje le seguía una cola de mucha mayor potencia. El hijo quedaba emplazado a cumplir una doble misión. La primera parte consistía en mantener el suministro de la medicación que garantizaba, hasta donde era posible, que el dolor fuera soportable. La segunda, mucho más dura, era la de responsabilizarse de que su madre tuviera una muerte digna y exenta de sufrimientos. Los demás hermanos no deberían ser consultados ni informados de la petición. Es sensato suponer que en el ánimo de Josefina estaba evitar debates sobre una decisión de la que era soberana. Y la dulzura con que estaba hecho el encargo no engañaba sobre su calidad de indiscutible. Llegada a un punto la evolución de la enfermedad, el hijo tenía que tomar la decisión de hacer que la muerte fuera más fácil y de que el desenlace se produjera en el momento preciso. Y no había más que hablar. Parte de la misión era sencilla. Una íntima amiga del hijo, una curtida profesional de la anestesiología que trabajaba en otro hospital público de Madrid, se haría cargo del suministro y aplicación a domicilio de las drogas que paliaban el dolor. La otra parte cayó como un metro cúbico de plomo sobre el alma del recadero. Ya no hubo más reuniones con gin-tonic. Josefina había sabido medir sus fuerzas a la perfección, había sido capaz de discernir cuándo podía tomarse la última copa con la que se saltaba a la torera las recomendaciones convencionales de los médicos, que, obligados por la solemnidad de su papel, son a veces capaces de prohibir a un desahuciado los excesos que podrían acortarle la vida a medio plazo. Ella había sido tan fuerte como para todo eso, y le ordenaba al hijo que lo fuera él para escoger el momento de su muerte. Las palabras clave que se grabaron en la cabeza del hijo, las que estaban recalcadas en el discurso de su madre, eran dignidad y sufrimiento. Mantener la primera y evitar el segundo. A partir de aquel día del gin-tonic, la rutina en el domicilio familiar se fue haciendo más oscura y los chistes sobre el cáncer y los signos del zodiaco se fueron espaciando hasta desaparecer, porque Géminis había dejado de importar. Los gestos de cariño ya no se impostaban, para que una caricia jamás pareciera casual. Y cada una de esas caricias era como la última. La jovialidad se mantenía; la naturalidad al lavar a la enferma, al ayudarle a incorporarse, al leerle un artículo del periódico en voz alta, surgía sola, como surgen en muy poco tiempo las rutinas en los comportamientos de todos los seres humanos. Los nietos que acudían a visitarla, ignorantes por supuesto de la gravedad de la enfermedad, se abrazaban a ella intuyendo que aquellos abrazos no formaban parte de una cantidad infinita de abrazos. Ella sonreía entonces forzada para darles lo que le había sobrado siempre, alegría. Pero la habitación estaba en penumbra muchas horas al día, porque la mujer necesitaba cada vez mayores dosis de medicación para poder soportar el dolor, la inmovilidad, la falta de fuerzas en las piernas, la escasez de aliento. Pasaba cada día unos minutos más que el anterior dormitando, dejándose llevar por la creciente potencia de la morfina y los demás venenos que la ayudaban a no sentir las terribles punzadas. En realidad, estaba ya a la espera de que se cumpliera la atroz certeza que se había instalado en su ánimo. Y pedía, con insistencia, en sus momentos de lucidez, que le abrieran la ventana, que el cáncer olía. No podía soportar que ese olor se instalara en su entorno, que lo percibieran los que se acercaban a su almohada para darle un beso en la frente. Sus hijos pensaban que su madre olía igual de bien que siempre, y se creían que le daban el mismo beso de siempre, aunque, en casos así, un beso cambia su naturaleza y se torna temeroso, leve. Un día, y de forma desprovista de importancia, añadió otra orden, esta vez sí a todos los hijos que andaban por allí haciendo como que lo que pasaba en aquel cuarto que estaba siempre ventilándose estaba dentro de la normalidad, que allí no había nadie muriéndose. Josefina dijo que quería que incinerasen su cuerpo, y dónde deberían ser esparcidas sus cenizas. Pero el aviso no contenía ninguna referencia temporal, podría haber sido un reclamo para veinte años más tarde. Todo iba quedando atado. Las jornadas pasaban una tras otra con una insolente falta de solemnidad. Y su vida se iba apagando en una monotonía asistencial de enfermera contratada, porque le humillaba que sus hijos tuvieran que atender el deterioro de su cuerpo que se iba rompiendo, y de turnos de guardia para darle lo que necesitara a lo largo de las interminables noches de padecimientos en torno a un gotero que se nutría de sueros y fármacos cada vez más potentes. Un viernes de invierno, en 1992, el hijo que estaba encargado de cumplir los terribles encargos de Josefina se despidió de ella porque iba a pasar el fin de semana fuera de Madrid. Y antes de irse, cuando la iba a besar para decirle que el domingo por la tarde volvería, Josefina le oprimió el brazo con la mano que apenas era capaz de sostener un vaso de agua. Y le miró de una manera que no dejaba lugar a la duda. Luego cayó otra vez presa del sueño morboso de la química. Dos días después, la amiga anestesista acudió a la cita cargada de cariño y de algunos frascos. Exploró a Josefina, que respiraba con alguna urgencia, pero sin abrir los ojos, y coincidió con el lego en que el momento había llegado. Ya no contestaba a las preguntas, ya no besaba cuando era besada, ya sólo respiraba con una cierta agitación. Las instrucciones eran muy sencillas: si no había recuperación de la conciencia, era que el momento había llegado. De madrugada, el hijo aprovechó un momento de soledad, se sentó a su lado y le tomó la mano. Le dijo unas palabras de despedida y la besó de nuevo. Luego inyectó en el suero las dosis del combinado que harían de su muerte un tránsito indoloro y dulce. Y se quedó a esperar. La respiración de Josefina se hizo paulatinamente más pausada, y su vida se extinguió sin que pudiera escucharse un estertor, porque no había agonía, sólo una expresión de serenidad. Cuando el pecho se quedó en calma, la muerte se convirtió en una de tantas muertes. Los hijos de Josefina cumplieron sus deseos de ser aventada en un precioso rincón de la sierra de Madrid, y no volvieron a hablar del proceso de su muerte, plagado de sobreentendidos, porque no había nada que aclarar. Pero todos sabían que había pasado como ella quería que pasase. Años después, muchos años después, las noticias de la prensa sobre la acción de las autoridades sanitarias madrileñas y la Iglesia española contra los médicos que habían aplicado métodos paliativos para aliviar el dolor y la pérdida de dignidad a muchos enfermos terminales y sus familias, hicieron coincidir a todos los hijos de Josefina en el recuerdo del final de su madre y en el carácter atroz e injusto de la persecución emprendida contra los médicos y, sobre todo, contra los enfermos del hospital Severo Ochoa de Leganés. Uno estaba ilocalizable en Kenia. Los demás coincidieron en que sería duro, pero que sería bueno recordar su historia, la de Josefina, para que muchos ciudadanos meditaran sobre lo que significa una acción así. Decidieron romper el tácito pacto de silencio que una vez hicieron, y violar el carácter íntimo de su pequeña historia, para enviar a quien pudiera llegar una reclamación de piedad y de decencia. Los hijos de Josefina se llaman Javier, José, Jorge, Cristina, Isabel y María José. La anestesióloga que les ayudó no puede tener nombre.
Fuente: El País.
La Infamia: http://www.elpais.com/articulo/reportajes/infamia/elpepusocdmg/20080203elpdmgrep_2/Tes |
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barsinas | Publicado el 12-02-2008 14:02:04 |
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Creo sinceramente que este tema es un poco delicado (en mi opinión), pero decirte que el Defensor del Paciente no esta deacuerdo con la sentencia del caso. He seguido el caso, entre otras pq estoy cerca del Hospital que se menciona. Y bueno, no puedo decir si hubo o no mala intención (o negligencia por parte de alguien), pero el caso es que hay también familiares que estan en contra de la actuación medica llevada a cabo, al igual del caso que tu cuentas aqui, hay familiares que estan a favor. Bueno a repetir es un tema bastante delicado, y creo que no se debe hacer politica con el, y creo sinceramente que en Madrid, se esta utilizando bastente el tema, un saludo. | |
brigitte | Publicado el 12-02-2008 14:02:17 |
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La sombra del Opus Dei es muy alargada.................es lo único q puedo decir. | |
barsinas | Publicado el 12-02-2008 15:02:15 |
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¿Que quieres decir con esto?... | |
brigitte | Publicado el 12-02-2008 16:02:56 |
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Leí hace un tiempo, q gran parte del sistema madrileño de Salud está dirigido por personas afines al Opus Dei (incluido el señor Lamela). ¿Unos médicos son acusados por unos anónimos y ya vale para despretigiar la labor de todo un Hospital?. ¿No habría q haber investigado un poco más antes de q quede en tela de juicio todo un hospital?. Estoy de acuerdo en q no habría q politizar esto, pero no queda más remedio |
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molko_girl | Publicado el 12-02-2008 18:02:04 |
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Como ha dicho Barsinas, este es un tema muy delicado porque incluso entre los miembros de una familia puede no haber unanimidad en la decisión a tomar. Pero lo que es también muy cierto es que el dolor y el sufrimiento nunca deben politizarse, como se ha hecho en el caso de las sedaciones de Leganés. Desde el PP y la COPE se ha estado presionando para que todo el equipo del doctor Montes pareciera implicado en una oscura trama de simples asesinatos por sedación. Ahora que la justicia ha dictado su fallo, nadie pide perdón ni se arrepiente de todas las barbaridades que se dijeron (el doctor Montes tiene presentada una denuncia contra Jiménez Losantos por este tema). Difamar en España es muy barato. Sólo hay que ver la tele, oír la radio o leer la prensa para darse cuenta de esto. La calumnia y la mentira son cosas ya habituales y lo peor es que cada vez menos gente parece escandalizarse.
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barsinas | Publicado el 12-02-2008 20:02:27 |
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La sentencia aclara que hubo mala praxis en muchos de los casos, pero que no se puede aclarar por no existir autopsia. Pero vuelvo a insistir, el Defensor del Paciente no esta de acuerdo, esta opinión no la tenemos en cuenta. Además recordemos que también habia gente (dentro del hospital, claro sin dar nombres para evitar ser linchados) que no estaban a favor del señor Montes. Al cual no entro a juzgar...pero en este tema, ni la Comunidad de Madrid es tan mala (el señor Lameda) y recuerdo Brigitte que la ministra de sanidad siguio los mismos pasos que este señor (y eso es una realidad, con las mismas denuncias anonimas), asi pues....no confundamos el tema. De todas formas, sigue siendo un tema bastante delicado y supongo que cada cual lo mira a su forma y modo, un saludo. P.D. (Brigitte)...mira, mira que te llevo a mi lado oscuro, un saludo. |
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cascarita | Publicado el 12-02-2008 21:02:12 |
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Barsinas escribió: La Audiencia Provincial de Madrid ha ratificado en un auto el sobreseimiento y archivo del caso de las presuntas sedaciones irregulares en el hospital Severo Ochoa de Leganés y ordena además que se suprima toda referencia a la posible mala práctica de los médicos denunciados: |
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barsinas | Publicado el 12-02-2008 21:02:29 |
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El 22 de junio de 2007, el Juzgado de Instrucción número 7 de Leganés dictó auto de sobreseimiento del caso de las presuntas sedaciones irregulares en el hospital Severo Ochoa, en una resolución que consideraba que se produjo mala praxis médica pero que no se podía acreditar la conexión entre ésta y las muertes, lo que es imprescindible en materia penal para apreciar la existencia de delito. |
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cascarita | Publicado el 12-02-2008 22:02:07 |
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Barsinas escribió:El auto de la Audiencia Provincial de Madrid es de 21 de enero y obliga a que se eliminen las referencias a la mala praxis a las que se refería el auto del Juzgado de Instrucción número 7 de Leganés. |
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