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Relato sobre los prejuicios, el mar y una gaviota

ariadna41
    ariadna41

                                 Viaje a Monte Hermoso

                Son las 14:30 hs. Emilio, Patricia y yo continuamos la charla mientras preparo el equipo de mate, nuestro compañero infaltable. Emilio se decide a llevar, finalmente y por sugerencia mía, la fruta bíblica que condenó a Adán y a Eva. “Patito” en un ataque de civilización recoge la mesa, pone un poco de orden en el leve caos de la cocina y hace que Baglietto nos acompañe con su música.

                Salimos de casa y en un par de minutos ya estamos en la esquina de la universidad esperando el autobús. Emilio está inquieto. Por fin llega y, cuando nos disponemos a partir, él se arrepiente y decide quedarse con Patricia por temor a perder su ómnibus que sale a la noche. Yo me despido y trepo a ese espacio metálico lleno de asientos y me saluda gente extraña. Me acomodo y pienso que estos rostros no los volveré a ver. Por sus actitudes, al poco tiempo me doy cuenta de que en su mundo este es un viaje de rutina que deben soportar. Sonrío porque sé que soy la única a la que se le ocurre viajar, en estos días de otoño, durante 4 horas con la única intención de contemplar el mar, al menos un breve momento.

                A mi lado hay una mujer que debe tener mi edad con quien converso. Tiene un bebé en brazos y otro hijo sentado a su lado. Intento imaginarme cómo será su universo y no puedo dejar de preguntarme cómo luchará diariamente para hacer del mundo lo que no es: un buen lugar para sus hijos. Pienso que ella tiene una felicidad desconocida para mí, como yo una que ella tampoco conoce. Mis pensamientos son interrumpidos porque sube un hombre en sillas de ruedas y le cedo mi asiento, pues es el más cercano a la puerta. Entonces voy a parar a la fila de atrás, entre un hombre de unos 60 años y, sumergida en los brazos del sueño, una mujer que me hizo recordarte. Me pregunto qué estarás haciendo y si tus fantasmas te dieron por fin una tregua.

                El hombre sale de su mutismo para decirme no sé qué cosa, y yo le respondo no sé qué otra. Se impone la idea de que es alcohólico, pues su aliento a alcohol me parece provenir de largo tiempo atrás, impresión que es reforzada por las profundas ojeras, los ojos colorados y la mano de pulso temblante. Todo su discurso posterior lo confirma. Pienso que es un hombre que siente lástima de sí mismo y que está convencido con los clásicos argumentos a los que recurren los que no se hacen cargo de sus acciones, o que llegan a un punto en su vida en el que no entienden por qué están donde están: “No tuve suerte”, “Yo necesito una mano porque estoy con problemas de salud y no tengo a nadie”, etc. etc. Pienso que es, como todos nosotros, víctima de sí mismo; pero además también, como la mayoría, víctima de “ser llevado por la vida” sin darse cuenta y ahora la soledad le exigía tomar conciencia de lo que había hecho consigo mismo. Me pregunto si lo hará algún día. Me incomoda sentir pena por él porque sé, aún sin conocerlo, que es su arma predilecta. Inmediatamente me remito a mí y me pregunto cuáles serán mis cegueras. Me pregunto de qué huiré yo, así como este hombre huye de sí mismo. También me pregunto si mis cegueras y mis escapes serán tan evidentes para otros como para mí lo son los de este desconocido. Me inquieta la pregunta, me espanta la sensación de poder ser vista como yo lo veo a él. Pienso que no tengo derecho a analizar su vida a través de sus gestos, su discurso de queja continua y progresiva, su aliento, sus ojos rojos, sus temblores. Sé que pienso eso no por él, sino en última instancia por mí. Sé que todos nos creemos con derecho a objetivar al otro, pero nos molesta tremendamente que lo hagan con nosotros, porque sentimos que nos roban espacio, que nos encierran en una jaula de la que es difícil escapar. Pienso que cada vez que objetivamos a otro lo hacemos al precio de su humanidad y de la nuestra. Caigo en cuenta de que ese es uno de mis fantasmas. Pienso que toda nuestra educación nos condiciona para que rotulemos todo lo que se nos presente al paso de un modo determinado, pero no sabemos qué o quiénes lo determinaron. Vuelvo a revivir la sensación que tuve cuando leí “los ídolos” de los que habla Francis Bacon, y pensé que gran parte de nuestra vida está basada en prejuicios acerca de todo. Me parece evidente que liberarse de los prejuicios es “prácticamente” imposible, aunque a veces tengamos la ilusión “teórica” de hacerlo. Recuerdo a Descartes y sonrío. Sonrío aún más cuando recuerdo la poesía que le dedicara Borges (1) y la frase de Nietzsche (2) que de un plumazo derrumba la ambición cartesiana.

                Entramos por fin a un pueblito que parece ser el destino final. Hay cierta homogeneidad en las casas pues son casi todas blancas, con puertas y ventanas de madera y en algunas hay un breve jardín a los costados del pasillo de entrada. No hay edificios compitiendo en altura, ni absurdas mansiones compitiendo por desesperada opulencia. Parece un pueblito sumergido en un sueño nostálgico.

                Doblamos en una esquina y entramos por calles de tierra salpicadas de arena. Baja la mujer con sus hijos y mira hacia mí para despedirse. Seguimos por calles irregulares y de pronto las casas comienzan a diferenciarse. Se alista para bajar el hombre que está a mi lado y poco tiempo después ya lo veo caminando de espaldas a la combi; su caminar es lentamente triste y refleja el peso con que siente sus años. Al rato volvemos a detenernos y no sin cierta dificultad desciende ahora una viejita de rostro afable y la recibe con contagiosa alegría su perro que brinca y mueve como loco su cola. Ella comienza a reír y se inclina para responderle con caricias a su entusiasmo. Yo no puedo dejar de conmoverme ante semejante manifestación de afecto, ni evitar que se dibuje una sonrisa de satisfacción en mi rostro. Sigue la rutina de dejar pasajeros por el camino y confirmo luego que seré la última en bajar. Volvemos a tomar lo que debe ser una de las calles principales y cuando nos detenemos me doy cuenta de que por fin llegamos. El chofer me mira mientras desciendo y dice: -Volvemos a Bahía Blanca a las 19:45 y la combi sale de esta esquina.

                Miro el cartel de la esquina y anoto la dirección, pues sé que profeso el hábito de perderme. Me inclino para recoger el bolso que había dejado en el suelo y me echo a andar.

                Nadie más dibuja sus huellas en esta calle de pendiente elevada. Un viento levemente frío comienza a jugar con mi pelo y mi piel siente un placer intenso. Sé que me estoy acercando. El sonido de la respiración de las aguas es cada vez más claro, aunque todavía no puedo ver la infinita planicie azulada. Comienzo a caminar más lento aún y a disfrutar cómo cada paso, en complicidad con el viento, me acerca las mismas notas musicales en tonos progresivamente más altos. Estoy por llegar al punto en el que la pendiente se apiada del caminante y cambia su sentido. Entre el cielo y el asfalto asoma una franja de azul marino que paso a paso se ensancha; llego al punto más alto y veo la playa. Comienza a desaparecer la sensación de pasillo que me causa la presencia de las casas a mis costados, pues ya finaliza la calle y se abre el espacio. La arena recibe cálidamente mis pasos y empieza a filtrarse en mis zapatillas y a atravesar el tejido de mis medias para tocar mi piel.

                Llego al sector ya mojado de la playa y frente al mar que se manifiesta en su poderío, en su soberana fuerza, dejo caer mi bolso, me acerco un poco más y extiendo mis brazos para atrapar su infinitud en un abrazo. Entonces respiro profundo intentando captar los olores que su eternidad me trae de los siglos que viví imaginariamente por los dones que me regala una noche estrellada y de luna, un ocaso, o el eco de las voces de Esquilo, de Platón, de Shakespeare o de tantos otros, que resuenan en mi habitación cuando me lanzo en la mágica acción de abrir un libro.

                Sentir su eternidad, contemplar esta infinitud vuelve al tiempo delusorio. Aquí no existe el febril tiempo de los hombres de ciudad, cuyo rápido andar me representa un ficcional escape de la muerte o de sí mismos. Aquí los relojes se detienen y no parece haber distinción entre el antes y el después. ¿Qué es más real: el homogéneo fluir del tiempo en la cotidianidad o esta suerte de eternidad que se experimenta cuando acontece lo extraordinario? ¿Qué tiempo es este tiempo que no puede ser dimensionado, que se declara rebelde a la medida? ¿Cuál es el verdadero tiempo de la vida?

                Me dejo caer en la arena y contemplo la belleza. En el horizonte que percibo se besan mar y cielo, y las gaviotas que sobrevuelan las aguas son cómplices del encuentro. Mis pensamientos tienen el arcaico ritmo de la respiración de las olas que se acercan y retiran. Sentir esta armonía colma mi espíritu. Me quedo así, inmóvil, y mientras sol y viento me abrazan yo me extravío en el paisaje, en el movimiento de las aguas sobre la playa y en su inmensa quietud aparente que se extiende hacia adentro.

                De pronto pasa un hombre corriendo en compañía de su perro. Miro hacia la derecha y veo una pareja tomando sol a unos doscientos metros. A mi izquierda y a lo lejos se encuentran un par de pescadores cerca del muelle.

                Al rato me levanto y comienzo a desvestirme: me quito el buzo, la remera y tan sólo dejo el corpiño, me arremango el pantalón hasta arriba de la rodilla, me quito las zapatillas, las medias y ya preparada para el encuentro camino hacia el deseado contacto con las aguas. Es indescriptible la fascinación y el placer que me causa. Las ondas tocan mi rodilla y bajan una y otra vez. Yo camino resistiendo la tentación de adentrarme aún más y comienzo a jugar eligiendo algunas caracolas para llevarme de recuerdo, no sin que cada tanto vuelva a quedar atrapada mi mirada mar adentro, observando nada más que el infinito manto azul que se despliega frente a mí, en el que no puede encontrarse ningún punto de referencia fijo y en el que, si estuviese en su seno, no existiría ni el antes, ni el después, ni el norte, ni el sur, ni este u oeste, al igual que en el desierto en una noche sin luna y sin estrellas. Es la manifestación natural de lo infinito, la experiencia que podemos tener de lo eterno, de la nada metafísica. Tal vez es eso lo que me fascina.

                Volteo hacia la playa y comienzo a salir del agua. Me doy cuenta de que mi bolso está muy lejos. Camino hacia él y el viento ha dispersado parte de mi ropa a pesar de que la había puesto con cuidado debajo del termo para que eso no sucediera. Recupero el buzo, las medias y los guardo esta vez dentro del bolso; saco un cigarrillo y fumo mientras preparo el mate. Tomo el primero y está riquísimo. Elevo la mirada más allá de mi círculo inmediato y veo que se acerca con cautela una gaviota. Cuando la miro se queda inmóvil. Yo, entonces, imito su quietud. Nos quedamos así un tiempo. Comienzo a silbar y ella mueve levemente su cabecita. Realizo unos movimientos buscando galletitas para convidarle y ella se aleja unos pasos. Tiro unas galletas que caen a media distancia entre ella y yo y luego me cebo otro mate. Poco a poco vuelve a acercarse. Más allá, sobrevolando el mar hay dos gaviotas que, no sé por qué, me representan una pareja. Vuelvo a mirar a mi acompañante ocasional y me reconozco en ella.

                Miro el reloj por primera vez y me doy cuenta de que pronto tendré que partir. Entro nuevamente al mar para despedirme. Regreso y ella aún sigue ahí. Tomo un par de mates más mientras ella me acompaña. Termino de guardar las cosas y me pongo de pie para marcharme. Ella da unos pasos volteando hacia el mar, abre sus alas y alza vuelo. Yo me demoro un rato contemplando cómo planea mar adentro, y luego emprendo el camino de regreso.

     

    (1) “Descartes” (J. L. Borges). Soy el único hombre en la tierra y acaso no haya tierra ni hombre/Acaso un dios me engaña./Acaso un dios me ha condenado al tiempo, esa larga ilusión./Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben la luna./He soñado la tarde y la mañana del primer día./He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago./He soñado a Lucano./He soñado la colina del Gólgota y las cruces de Roma./ He soñado la geometría./He soñado el punto, la línea, el plano y el volúmen./He soñado el amarillo, el azul y el rojo./He soñado mi enfermiza niñez./He soñado los mapas y los reinos y aquel duelo en el alba./He soñado el inconcebible dolor./He soñado mi espada./He soñado a Elizabeth de Bohemia./He soñado la duda y la certidumbre./He soñado el día de ayer./Quizá no tuve ayer, quizá no he nacido./Acaso sueño haber soñado./Siento un poco de frío, un poco de miedo./ Sobre el Danubio está la noche./Seguiré soñando a Descartes y a la fe de sus padres.

    (2) “Descartes dudó de todo menos del lenguaje, y con el lenguaje se llevó todos los prejuicios de la tradición” (Nietzsche).

    magiablanca
      magiablanca

      Ariadnaaaaaaaaa cheeeeee jajajaja la verdad es que me leí todo tu relato, pero creeeeeeo que te lo reacomodan seguro jajajaja éste debe estar en un forito que ya me conozco y sabes ? que buen relato !!

      La verdad filósofa es que pasaremos buenas charlas contigo.. bienvenida a los foros y que los disfrutes por entero como muchas de nosotras que estamos enganchadas !!

      Un beso para TI !!

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