Por aquello de un libro y una flor por San Jorge...


TEORÍA DEL HUECO

Me gusta hacer agujeros. En la tierra. Pequeños. Estoy solo y hago agujeros.

Pequeños hoyos de arena. Me gusta. Nadie me ve. Disfruto haciéndolos. Los hago con mis

manos temblorosas. La tierra es blanda. Los hago. Quedan hechos. Ya está. Son

agujeros.

No hago muchos agujeros. Cinco o seis al día. Siete como máximo. Los necesarios.

No más. Con eso es suficiente. Me cuido. No me complico la vida. A mi edad, una cosa

que he aprendido es que no se debe abusar de los placeres.

A veces pienso que debería hacer menos agujeros. No sé. Limitarme a dos o tres. O

incluso menos. Puede que con un solo agujero, si consigo hacerlo perfecto, alcanzase.

Qué alegría hacer eso, un solo agujero al día, pleno, rotundo, solar, como si bastase un

solo círculo para colmar el aire de felicidad.

Hacer agujeros es mi pasión. Hacer agujeros no sirve para nada. Antes buscaba la

fama. Ya no. Antes quería escuchar el aplauso de los hombres y la risa halagadora de las

mujeres tintineándome en el oído. Ya no. Ahora huyo de la compañía de los demás seres

vivos y de esa cosa como agrietada que hay en las ovaciones. En todas las ovaciones. En

todas.

Si supiese cómo dejar de hacer agujeros, dejaría de hacerlos. Me retiraría. Pero

existe algo más fuerte que uno que se llama vocación. Eso es lo malo. Tener una

vocación es tener una obligación moral. De modo que hago agujeros. Si me preguntasen

por qué los hago, no sabría qué contestar. Abriría la boca muy abierta y me quedaría

callado. Pensativo. La boca es otro agujero. O me encogería de hombros. Hace tiempo

que he olvidado cómo era eso de vivir sin agujeros. Llevo tanto tiempo aquí solo y

perdido haciendo agujeros día y noche que no me imagino haciendo otra cosa. Ni

dedicándome a otro oficio. Tapando agujeros, por ejemplo, no, no, no, ni se me ocurre

pensarlo. Qué barbaridad. De ninguna manera. Yo no me veo tapando agujeros. Ni

hablar. Es que no me parece lógico. Menuda tontería. Eso no tendría sentido.

Son tan bonitos los agujeros. Redondos. Son como lunas. Son como bocas. Bocas

abiertas en la inmensidad de la tierra. Sedientas de luz y aire. La tierra respira a través

de ellas. Y no hay dos agujeros iguales. Todo el tiempo son iguales y todo el tiempo

distintos. Cambian. Se transforman ante tu mirada. Es como tocar un instrumento

musical. Como tocar el piano. Como componer una sinfonía de huecos. Siempre se

aprende algo nuevo. Algo sobre lo que tú eres.

A veces siento ganas de no hacerlos. Los agujeros, digo. Sentarme en una roca y

descansar a la sombra de un cocotero como el resto de la gente. Como hacen mis

vecinos y los hijos de mis vecinos y los hijos de los hijos de mis vecinos. Pero no puedo;

yo no soy como ellos. Qué va. Todo lo contrario. Yo tengo otras inquietudes. Inquietudes

artísticas y culturales. Filosóficas, digamos. Yo soy, a mi manera, un rebelde. Me gusta

hacer agujeros. Ellos pasan a mi lado cuchicheando y ni siquiera los miro, no tengo

tiempo, ocupado como está uno en la búsqueda del agujero ideal, ese que no existe, ese

que, si existiese, significaría el final de la vida en general y del arte de hacer agujeros

en particular.

Ya sea verano o invierno, todas las mañanas me levanto temprano, desayuno mi

trozo de pan con mantequilla rancia, me visto con mi ropa de hacer agujeros y me lanzo

a la calle, impaciente por superar mi propia marca. Tengo todo el día por delante. En

casa nadie me espera. No tengo mujer ni hijos. Si los tuve o dejé de tenerlos alguna vez,

en el pasado, es algo que no recuerdo y a estas alturas carece de importancia. He

olvidado sus caras y sus nombres. En mi mente se abre un vacío que tiene forma de

espacio en blanco. Sé que una vez me casé. Me casé con mi agujero.

Pero me canso. El mundo del agujero es cansado. Lo digo en serio. Requiere

dedicación y paciencia. Mucha paciencia. Tanta, que a veces entran dudas. ¿Estaré

haciendo lo correcto? «Ya has hecho suficientes agujeros», me digo. «Tómate unas

vacaciones», me digo. «Deja que otros, más jóvenes que tú, más inexpertos que tú pero

con fórmulas más modernas, renovadores, con otro estilo, ocupen tu lugar y te releven

en esto de taladrar la corteza terrestre», me digo. Pero es hablar por hablar. Pura

cháchara. Blablablá. Lo haría si pudiera. Pero no sé cómo. No sé cómo se consigue dejar

de hacer agujeros. Ni siquiera sé si es posible. Ya ni recuerdo qué hacía yo cuando no

hacía agujeros. En qué empleaba mi tiempo. Haría otras cosas, supongo, como estar

triste o ser joven o hacer cola para algo.

El agujero te invade. El primer agujero es decisivo. Uno lo hace por juego, sin

maldad, por ver si se puede hacerlo. Y lo hace. El agujero está hecho. Queda bien.

Sólido y firme. Es como si la tierra se despertase poco a poco después de un largo

letargo. Y te sonríe. El agujero inventa la primavera. El primer sorprendido eres tú. Una

leve dulzura te empapa el alma. Y a partir de ese momento estás perdido. Buena la has

hecho. Has despertado a la bestia. El primer agujero exige un segundo agujero, y éste un

tercero, y así hasta el infinito, de modo que en una sola vida no hay días suficientes para

tantos agujeros como quisieras hacer.

Los agujeros ejercen sobre ti una fascinación extrañísima. Bastante extraña. El

agujero toma posesión de ti y te obsesionas. Comienzas a no comer, a no dormir por las

noches, y a verlo todo en términos de agujero. Cuando un día, después de mucho tiempo

desvelado, por fin cierras los ojos y te quedas dormido, lo primero que haces es soñar

con agujeros. Toda la noche. Y a la mañana siguiente te notas raro. Como sensible. Y lo

único que te calma es salir corriendo y hacer otro agujero. Para aplacar la ansiedad. Las

ideas se te agolpan y tú notas un ruido en la cabeza: eso es pensar. Llegados hasta este

punto, ya no tiene solución. Estás preso. Atrapado en tu propia jaula. Esclavo de tu

propia destreza. Dominado. El agujero hará contigo lo que se le antoje. Estás a su

servicio. Ya no hay remedio. Se sufre, pero también compensa. De tanto hacer agujeros,

tienes cara de agujero. Sonrisa de agujero. Pelo de agujero. Piel de agujero. Te has

convertido en aquello que adorabas. Las diferencias se borran. El agujero eres tú.


Eloy Tizón

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Me he encontrado este cuento en un día en el que la lluvia, la primavera y las ausencias me deja en puro hueco.


FELIZ DÍA del libro